El potrero y el narigón

De pibes, muchos sentíamos admiración por alguna o algunas figuras del mundo del fútbol: entre los "diez" clásicos y los goleadores estaban casi todos esos íconos que tratábamos de remedar en los picaditos de los potreros, en el patio de la escuela o, en solitario, en el fondo de nuestras casas; y a veces, en sueños también.

En un mundo donde el relato radial deportivo era (casi) lo único inmediato, solíamos nombrar a nuestros próceres deportivos cuando nos llegaba la pelota, personificando a la vez a relatores y deportistas. Hoy me pregunto de donde sacábamos aire, pero jugábamos y a la vez hacíamos el relato, tipo... "recibe Carlitos López en tres cuartos anticipando a la marca, peligro, se perfila, ¡¡¡le pegoóóóó... y salió muy cerquita del palo izquierdo!!! ¡Arrancó agresivo Estudiantes!". Por ahí, recibíamos la réplica de algún rival: "¡Andaaaá, "cerquita"... tu tirito pasó como a tres metros!".

Abundaban los potreros matanceros, más todavía que en el presente. En cada baldío donde se juntaba el piberío, eran aludidos los referentes de las distintas parcialidades futbolísticas: manijas de equipos como Alonso, Bochini o Patota Potente; goleadores como el Gringo Scotta, Morete, Bianchi; caudillos, como Perfumo o Sá. Nosotros, por supuesto, mencionábamos a los de la casa: Carlitos y Patricio, entre los talentos; Galletti, Letanú, Fortunato o Gottardi, si nos tocaba "romper la red" (es un decir, se jugaba sin redes y en varios lugares con arcos que había que imaginar, con montoncitos de ropa marcando los postes); y caudillos nos sobraban, empezando por Pachamé.

A veces, los chicos rivales, tanto ocasionales en el picado, o de camiseta aunque les tocara "patear para tu mismo lado", se fastidiaban cuando algún crack era nombrado demasiadas veces: "¡Cortala, che! ¿Qué, es tu novio Patricio Hernández?", te podían tirar. "¡Calenchu porque los puso de tiro libre el domingo!", podía ser una posible respuesta. Pero los conflictos casi nunca pasaban de cruces de ese estilo.

Podía suceder que se juntaran muchos chicos, y entonces se armaban tres o cuatro equipos: a algunos les tocaba jugar y a otros esperar un poco. Para matizar esa espera, se podía "relatar" desde afuera, remedando, por ejemplo a José María Muñoz. Mejor dicho, alguien relataba (por supuesto, dando protagonismo al equipo de sus amores) y el resto se burlaba.

En una ocasión, recuerdo que había tantos pibes que surgió la idea de jugar con árbitro, relatores y técnico, para que nadie se aburra. Me tocó ser DT, y me lo tomé muy en serio: me la pasé dando indicaciones: "pegátele"; "marquen uno a uno"; "cubrí el primer palo"; "tirate a los pies"; "hablale al juez"; "tirate unos metros más adentro", y cosas por el estilo.

No me acuerdo como salió ese picado, pero sí que debo haber gritado bastante, porque alguien me dijo, cargándome: "¡Para un poquito, Labruna!", y otro contestó: "¡Qué Labruna, este es el Narigón Bilardo!".

Y, la verdad, sentí orgullo: ese día tuve la oportunidad de "llevar al potrero" a nuestro ídolo del banco. Porque los pinchas siempre tuvimos talentos en abundancia: armadores, goleadores, pilares de la defensa, genios del arco. Pero, en esos años, nuestras fantasías de pibes se basaban también en que con Carlos en el banco nada malo podía pasarnos: todos los detalles estaban fríamente calculados... el Narigón era el mejor, y era nuestro. Obsesivo como nadie, tenía siempre todo planificado, sentíamos que con él estábamos más que seguros y con todas las garantías. Salvo que a Dios se le antojara ayudar a los "grandes", como muchas veces inexplicablemente hacía para quedar bien, el rival estaba destinado a sufrir.

Al menos eso era lo que se representaba nuestro estratega en mi mente infantil en aquellas tardes de la década del setenta. ¿Exageraba? De ninguna manera.., nos quedamos cortos: el Narigón de la Patria, años después, nos dio un título inolvidable y llevó a la Argentina a festejar un campeonato mundial.

Julio 2020

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